El 22 de noviembre de 2020 las autoridades de Trinidad y Tobago ejecutaron la deportación forzosa de 16 niños venezolanos –incluso un bebé de pocos meses– cuyos padres están debidamente registrados por las autoridades trinitenses y tienen protección de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Pero no se trata de cualquier deportación. Fueron echados al mar en un endeble bote sin techo, con poca comida y gasolina, en condiciones no aptas para navegar y sin chalecos salvavidas.
Tan o más grave fueron los señalamientos formulados dos días después por el abogado Stuart R. Young, en su condición de ministro de Seguridad Nacional. Con gran desfachatez se atrevió a decir, en nombre del Estado de Trinidad y Tobago, que todos los migrantes que ingresen ilegalmente a su país se convierten en “personas indeseables”, y advirtió que las deportaciones continuarán.
La conducta de Stuart R. Young y demás autoridades de Trinidad y Tobago es el ejercicio cruel y despiadado de esa perversión humana que rechaza al extranjero o inmigrante, y cuyas manifestaciones van desde el simple rechazo, pasan por diversas formas de agresión y, en algunos casos, llegan al extremo del asesinato.
La violencia, impunidad y la falta de actuación adecuada y oportuna de las autoridades policiales frente a los crímenes ejecutados en contra de venezolanos no son casuales.
La política xenófoba trinitense es clara y las declaraciones de Stuart R. Young no son aisladas. El 27 de abril de 2018, el primer ministro de Trinidad y Tobago, Keith Rowley, declaró ante la prensa que su gobierno decidió la deportación de los 82 venezolanos que permanecían en un centro de detención de inmigrantes en Puerto España, porque Trinidad y Tobago no era China, Rusia o Estados Unidos; que era una pequeña isla con espacio limitado y 1,3 millones de habitantes. “No podemos y no permitiremos que los voceros de la ONU nos conviertan en un campo de refugiados”.
Las autoridades trinitenses parecen olvidar (o ignorar) que Trinidad y Tobago es signataria de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas desde el 18 de septiembre de 1962, y que dicho instrumento establece en el artículo 2.2 la obligación de cumplir de buena fe las obligaciones contraídas por los signatarios de conformidad con esta Carta.
También deben tener en cuenta que Trinidad y Tobago es Estado Parte de la Convención sobre los Refugiados de 1951, la cual ratificó el 10 de noviembre de 2000, y en cuyo artículo 33 se establece la prohibición de expulsión y de devolución (“non refoulement”), que es la piedra angular de la protección internacional que requieren las personas refugiadas y de aquellas que solicitan asilo.
No es una concesión del gobierno. La prohibición de expulsión y de devolución es una medida efectiva para garantizar el ejercicio del derecho a buscar y recibir asilo, y constituye un componente esencial de la protección internacional que garantiza a las personas solicitantes de asilo y refugiadas que ningún Estado Contratante (Trinidad y Tobago lo es) pueda expulsarlos o devolverlos o ponerlos en modo alguno en las fronteras de los territorios donde su vida o su libertad peligre por causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social o de sus opiniones políticas.
Habría que ser muy ingenuo para pensar que las declaraciones de Keith Rowley y Stuart R. Young no son el reflejo de una política de Estado. La presidenta de Trinidad y Tobago, Paula Mae-Weekes, que es abogada egresada de la Universidad de las Indias Occidentales, Cave Hill, sabe cuáles son las implicaciones de los actos y declaraciones de Keith Rowley y Stuart R. Young. Sin embargo, su silencio cómplice avala las barbaridades ejecutadas por sus funcionarios.
Lo más grave es que a través de estas declaraciones públicas, las autoridades trinitenses alientan una reacción fóbica de sus ciudadanos ante la presencia de venezolanos que se han visto forzados a migrar a causa de la emergencia humanitaria compleja que desencadenó la diáspora venezolana; un éxodo forzado por la extrema precariedad que ya llega a los 4,6 millones de ciudadanos. A ello se suma el rechazo que genera la figura de Nicolás Maduro que, por cierto, el 30 mayo de 2016 aprobó un fondo de 50 millones de dólares para impulsar la explotación y comercialización de gas en Trinidad y Tobago.
La estrategia de Trinidad y Tobago es clara. De forma encubierta o explícita sus autoridades han demostrado que lo que les interesa es la “generosidad” de Nicolás Maduro para obtener beneficios económicos y subestiman las consecuencias de las violaciones de los derechos humanos, en este caso en perjuicio de niños y niñas.
Trinidad y Tobago, la xenofobia como política de Estado