Un Estado maltratador de mujeres

Maltratar a una mujer es un delito, cuya gravedad aumenta cuando el perpetrador es el Estado.

El Estado, sí, encarnado en un carcelero que abusa de los pertrechos militares para ejecutar el vil trabajo de hacer sufrir a los demás. Es el caso de los atropellos que sufrieron Lilian Tintori y Antonieta Mendoza de López, esposa y madre de Leopoldo López, este domingo, cuando visitaban al líder opositor en la prisión castrense de Ramo Verde.

Los vejámenes denunciados por estas dos mujeres constituyen una práctica habitual en todos los establecimientos penitenciarios. Seguramente, cualquiera de las madres, hijas, esposas, hermanas, abuelas, tías, primas y amigas de los presos venezolanos, esas que alargan las colas en las puertas de los penales, pueden contar historias similares. Dicha práctica se ha enquistado como algo normal; como parte de la condena a un reo que se extiende a todos sus allegados.

La requisa humillante en las cárceles venezolanas es una práctica habitual que, en muchos casos, depende del humor del verdugo de turno. Si la víctima denuncia puede sufrir represalias. Por ello, seguramente, muchas mujeres venezolanas se sentirán reivindicadas con el coraje demostrado por la esposa y la madre de Leopoldo López, en el sentido de hacer público parte del horror que se vive cotidianamente en las prisiones del país.

No valen la disciplina, la obediencia y la subordinación que rigen el estamento castrense y ninguna orden superior podría justificar los atropellos. Lo peor es que las autoridades civiles del sistema penitenciario venezolano se han convertido en cómplices silenciosos.

Maltratar a los familiares y abogados de un detenido por parte de sus carceleros constituye un acto de tortura, pero cuando se trata de mujeres la situación es peor. Estos hechos configuran la violación del derecho a la integridad física, garantizado en la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, instrumento internacional ratificado por Venezuela el 16/01/95. Este tratado estipula obligaciones jurídicas concretas, una de ellas es el deber de actuar con la debida diligencia frente a las violaciones de los derechos humanos. Este deber comporta cuatro obligaciones: la prevención, la investigación, la sanción y la reparación de las violaciones de los derechos humanos y evitar la impunidad.

La Ley Orgánica sobre el Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia regula las medidas de protección en casos de violencia contra de las mujeres. Estas medidas tienen como propósito proteger a la mujer agredida en su integridad física, y psicológica, y evitar toda acción que viole o amenace a los derechos establecidos en esta ley, incluyendo la violencia institucional.

La Convención de Belém do Pará establece explícitamente que los Estados deben “establecer procedimientos legales justos y eficaces para la mujer que haya sido sometida a violencia, que incluyan, entre otros, medidas de protección, un juicio oportuno y el acceso efectivo a tales procedimientos” y “establecer los mecanismos judiciales y administrativos necesarios para asegurar que la mujer objeto de violencia tenga acceso efectivo a resarcimiento, reparación del daño u otros medios de compensación justos y eficaces”.

Igualmente, el Estado se encuentra obligado a adoptar medidas de protección judicial “para conminar al agresor a abstenerse de hostigar, intimidar, amenazar, dañar o poner en peligro la vida de la mujer de cualquier forma que atente contra su integridad”.

La conducta de los funcionarios agresores debe investigarse y sancionarse sin cortapisas. De lo contrario se estará promoviendo la impunidad y la repetición de estos delitos, lo cual menoscaba la obligación del Estados de ejercer la debida diligencia para prevenir delitos de violencia contra las mujeres.

En una sociedad democrática lo que se espera de la policía es que ejerza sus deberes sirviendo a su comunidad y protegiendo a todas las personas contra actos ilegales, respetando así los derechos humanos de todas las personas.

Para prevenir estos hechos el gobierno debe diseñar y ejecutar programas de capacitación para empleados públicos y particularmente destinados a funcionarios al servicio de la administración de justicia y de la policía, en los que se destaque el papel de garante que desempeñan las instituciones estatales destinadas a promover la protección de los derechos de las mujeres, y no a violentarlas.